jueves, 6 de agosto de 2015

Estación Borges


Que Donald Yates haya estado por estos días en Buenos Aires no debería sorprender a nadie. Los contactos con Argentina y su literatura fueron y son algunos de sus quehaceres favoritos desde que a partir de los años ’60 vino al país por primera vez, conoció a Borges y a Walsh y se convirtió en el primer traductor de Borges al inglés. Actualmente, Yates escribe Magical Journey (Mágico viaje), combinación de memoria personal e interpretación acerca de Borges y su obra, del escritor y el amigo.

 Por Alicia Plate

Donald Yates fue algo más que el primer traductor de Jorge Luis Borges al inglés: también fue su amigo durante las décadas del ’60 y el ’70, época en que viajaba frecuentemente y por largos períodos a nuestra ciudad. Sabemos que en la actualidad trabaja en una obra que, como a través de un prisma, va y viene entre ambos puntos de vista y muestra al escritor y también al amigo. Haber pertenecido durante tantos años al riñón de Borges le dio acceso a multitud de datos de primera mano, posteriormente enriquecidos por exigentes indagaciones que aún continuaban en diciembre de 2008, durante su última visita. La tarea de Yates es como una intermediación entre Borges y sus lectores, y la encara precisamente desde esa peculiar intersección: por un lado, un enorme caudal de datos biográficos, y por otro su conocimiento cabal de la obra del escritor mezclado con la memoria de experiencias que compartieron, opiniones surgidas durante charlas personales y anécdotas de las cuales fue parte o testigo y que son desconocidas para los lectores de Borges. Todo esto nos lleva a pensar que su incursión desde adentro en el opaco misterio de un Otro –en este caso alguien de tanta estatura– será una obra testimonial importante, distinta de las diez o doce biografías de Borges publicadas (algunas por personas que nunca lo conocieron), su propio ensayo autobiográfico en inglés incluido. Yates dijo alguna vez que esta obra suya está a mitad de camino entre una biografía y unas memorias, entre las pautas frías de la información y las cálidas y sutiles del recuerdo.

¿Planea presentar su libro sobre Borges en Buenos Aires, la ciudad que seis meses atrás lo declaró Huésped de Honor?

–Nada me gustaría más que volver a Buenos Aires para una presentación allí. Sin embargo, el momento para planificarlo no ha llegado todavía porque el libro no está listo, aún me queda mucho por hacer.
En cuanto a una versión en español, una traducción que todos podamos leer, ¿tiene algo previsto? ¿Pensó por ejemplo en la posibilidad de traducirse a sí mismo?

–En 2008, aquella primera traducción al inglés de textos de Borges que se publicó en 1962 con el título de Labyrinths, fue seleccionada por la Authors Society of London como una de las 50 traducciones más importantes de los últimos cincuenta años. Ese reconocimiento fue muy gratificante para mí y, sin embargo, jamás pensé en traducir mi propia obra. El tirolés herido, mi primer cuento policial publicado, fue traducido por mi amigo Rodolfo Walsh y apareció en Leoplán en julio de 1955. En ese momento Walsh era un profesional de la traducción y había vertido al castellano numerosas novelas policiales para la Serie Naranja de la editorial Hachette. Consideré que su experiencia resultaría en una versión muy superior a la que podría haber producido yo.
En términos generales, ¿cuál le parece que es el sentido del género biográfico?

–Si se trata de un escritor, pienso que en general se busca satisfacer la curiosidad del lector, que probablemente ya está familiarizado con la obra y procura encontrar en las pautas que puede darle el biógrafo las claves en la vida del autor que lo llevaron a escribir lo que escribe de la manera que lo hace. Por otra parte, algunos expertos creen que las biografías revelan más de una cultura y una sociedad que de un individuo.
Retrotrayéndonos a los comienzos de su relación con Borges, ¿qué puede contarnos de sus contactos iniciales con él y de cómo culminó la selección del contenido, la traducción y la publicación de esa primera antología que lo presentaba ante el público de habla inglesa?

–En 1954, en un curso de posgrado en la Universidad de Michigan dictado por el argentino Enrique Anderson Imbert, leí una colección de cuentos cortos de Borges titulada La muerte y la brújula (1951). Yo era un devoto de la ficción detectivesca y había escrito varios relatos breves del género. El cuento del título me pareció tan brillante y original que de inmediato tuve el impulso de traducirlo. Obtuve la autorización de Borges para hacerlo y la revista de la universidad lo publicó de inmediato. Borges me estimuló a traducir otros cuentos del libro o de un volumen de relatos policiales que habían escrito con Adolfo Bioy Casares, Seis problemas para don Isidro Parodi. En realidad me autorizaba a traducir cualquier otro texto suyo publicado hasta 1960, El hacedor inclusive, que a mi juicio pudiera despertar interés en el público. Traduje otros tres cuentos de La muerte y la brújula y el primer caso de don Isidro Parodi. En ese momento comenzó a entusiasmarme la posibilidad de publicar una antología de Borges para el público de habla inglesa. Mi proyecto sufrió algunos rechazos de las editoriales, hasta que firmamos contrato con New Directions. Ahí decidí invitar a un antiguo compañero de estudios, James Irby, también un enamorado de Borges que, según supe, había traducido algunos ensayos y ficciones suyos por el puro placer de hacerlo, a acompañarme en el diseño y edición de lo que finalmente publicamos en 1962 con el título Labyrinths: Selected Writings of Jorge Luis Borges, con prefacio de André Maurois. Otros cinco estudiosos de la literatura latinoamericana habían traducido textos breves de Borges, y les propusimos incorporarlos. Nuestra antología abarcó todos los cuentos que componían La muerte y la brújula salvo uno, una selección de los que consideramos sus ensayos más importantes, así como los escritos breves en prosa de El hacedor que más nos gustaban, por ejemplo Everything and Nothing, Borges y yo, etcétera. Hoy lamento no haber incluido también El Aleph y El sur en nuestra selección.

¿Cuáles diría que son temas recurrentes en Borges?

–Borges se ocupó reiteradamente de lo que podríamos llamar “lo inconmensurable”, es decir, la eternidad, lo infinito, la identidad, cuestiones metafísicas que lo conducen a una búsqueda, la de Dios quizá, pero no la de un Dios que lo instale en medio de un destino prefijado, sin alternativas. Para él siempre habría alguien detrás del titiritero a cargo de los hilos. Y aún alguien más detrás de él... como en un viaje sin fin al fondo de dos espejos enfrentados; un elemento que siempre le resultó inquietante y que reaparece continuamente en sus escritos, el espejo. Sus cuentos y ensayos con frecuencia toman la forma de indagaciones que finalmente no logran encontrar lo buscado. Significativamente, su primer libro de ensayos se llama Inquisiciones. Y creo que lo que Borges busca es el consuelo de alguna forma de revelación final, una travesía de la cual siempre vuelve sin haber encontrado las respuestas definitivas. Yo percibo en sus escritos una especie de desconsuelo melancólico ante la imposibilidad de lograr este propósito medular. Se podría decir que va tras límites inconcebibles, y estos temas indecibles, al margen de cuánto pueda avanzar la tecnología, lo dejarán siempre fuera de las preocupaciones finitas de los otros, intacto.

¿Reconoce rasgos en sus personajes que se reiteran y que quizá remiten a él mismo?

–Su cuñado, el crítico literario Guillermo de Torre, observó acertadamente que Borges tenía “una actitud de innata desconfianza frente a cualquier aseveración categórica y una perversa preferencia por las dudas y perplejidades, tanto filosóficas como estéticas”. Creo que la fascinación de Borges con “los orilleros” tiene que ver con este comentario, seguramente porque él mismo era un hombre de los bordes, en absoluto perteneciente al centro de la ciudad o a las corrientes dominantes. Ese era un aspecto integral de su carácter que contribuyó mucho a la voz particular desde la que escribía, una voz en la que se reconoce la intensa aversión por la literatura convencional, el desprecio profundo por el lugar común que señalaba su amigo Ulises Petit de Murat. Y lo dicho por ambos tiene que ver con esa perspectiva suya casi ajena, “desde afuera”, desde la orilla.

¿Se le ocurre un ejemplo puntual de este rechazo de Borges a lo convencional en literatura?

–El admiraba los cuentos de G. K. Chesterton en que aparece el Padre Brown como investigador, y afirmó que lo tenía muy presente al escribir La muerte y la brújula. Pero este cuento suyo es la inversión especular de las historias de Chesterton, que siempre comienzan con un problema que no parece admitir una explicación racional y más bien apuntan a lo sobrenatural. Al final, sin embargo, el Padre Brown revela una solución perfectamente realista. El cuento de Borges comienza con una serie de crímenes nada extraordinarios, pero el final nos mete de cabeza en el terreno de lo metafísico. Tan es así que no podemos saber con certeza si la bala de Red Scarlach alcanzará efectivamente al detective Eric Lönnrot, que está de pie a pocos metros de él. Por otra parte, hay una estructura ingeniosa en el cuento que introduce el tema de la interpretación de las claves, algo sin precedentes en la literatura policial. Las identidades del detective y el criminal resultan inciertas de un modo nunca visto. Y está el singular estilo de la prosa de Borges (que creo que la traducción transmite) y la melancólica poesía de algunos pasajes. Y con esto apenas rozo los reconocidos méritos del cuento.
Posteriormente a la publicación de Labyrinths, usted asumió la tarea de traducir a otros escritores argentinos relevantes, como Adolfo Bioy Casares, Rodolfo Walsh, Marco Denevi, Manuel Peyrou. 

¿Descubrió alguna vez en algún escritor norteamericano una resonancia directa de nuestra literatura?

–Sin duda, los escritos de Borges han tenido mayor impacto en la narrativa norteamericana que los de cualquier otro escritor que yo haya traducido. Labyrinths contribuyó a la revitalización de la prosa narrativa no sólo en Estados Unidos sino también en toda Europa. John Updike y Donald Barthelme han comentado el estimulante efecto que tuvieron los cuentos de Borges, que desde hace cincuenta años vienen sugiriendo nuevos rumbos a los escritores de ficción. John Barth escribió un importante ensayo acerca de lo que llamó “la literatura del agotamiento”, en el cual destaca que el modelo borgeano apunta insistentemente a la necesidad del artificio en la narrativa como una forma de superación de la exhausta vena del realismo. Por otra parte, la influencia de Borges fue y es poderosa, pero no me atrevería a señalar a un escritor norteamericano en particular que esté más en deuda con él que cualquier otro.
Usted nos contaba recién cómo llegó a convertirse en el traductor de Borges, pero sus escritos y traducciones de otros autores argentinos acaban definiéndolo como una rara avis. Alguna vez usted lo simplificó como una consecuencia casi natural del dominio del castellano logrado en el colegio secundario y perfeccionado en la universidad. ¿Diría que la solvencia lingüística alcanza para explicar algo tan parecido a una pasión?

–Cuando ingresé en la Universidad de Michigan para estudiar Letras tuve que elegir un campo académico de trabajo. Reiteré allí mi interés adolescente por el idioma español y comencé mi exploración de la literatura en dicha lengua. Posteriormente tuve que especializarme en un tema, y la fuerte presencia de un profesor del Departamento de Lenguas Romances que ya mencioné, el argentino Enrique Anderson Imbert, que se convertiría en mi consejero académico, me llevó a descubrir a los escritores latinoamericanos. Fue casi naturalmente que luego me concentré en la literatura argentina.

¿Cómo concilió su amistad con Borges y con Rodolfo Walsh, que en la década del ’60 eran dos escritores de perfiles ideológicos tan opuestos?

–En su juventud, Walsh escribía y traducía literatura policial. En 1953, bajo el título Diez cuentos policiales argentinos, publicó una antología que yo leí cuando comenzaba a preparar mi tesis doctoral bajo la tutela de Anderson Imbert, la cual, a mi vez, llamé El cuento policial argentino. Nos hicimos amigos por correspondencia y él consideraba que Borges era un gran escritor. Cuando leí La muerte y la brújula y decidí que quería traducirlo, fue Walsh quien llamó a Borges y obtuvo su autorización para mi proyecto. No sé de ningún otro contacto entre ellos pero, como es sabido, la orientación política de Walsh cambió radicalmente durante su estadía en Cuba. Mientras estaba allí participó muy activamente en el lanzamiento de Prensa Latina y al volver a Buenos Aires en 1961 abandonó sus anteriores intereses, puramente literarios, y con Operación Masacre dio el primer paso hacia el periodismo investigativo. Conocí a los dos cuando visité la Argentina por primera vez, en 1962, y cultivé la amistad con ambos durante muchos años. Que yo sepa, sus caminos no se cruzaron, pero el respeto de Walsh por la trayectoria de Borges jamás decayó.

¿Cómo entiende y maneja el delicado tema de la fidelidad al original un traductor de su nivel? ¿Facilita las cosas su trayectoria como escritor?

–Para mí no existe el axioma “traduttore, traditore”: el texto original marcará el rumbo de la tarea. Si el traductor tiene un buen dominio del idioma en que el texto fue escrito, es poco probable que se equivoque. En su profesión son determinantes la formación, la experiencia y la sensibilidad literaria. Estos elementos pueden variar enormemente, pero tiene en el texto una guía incomparable: la voz, los puntos de vista y las sutilezas del autor, que le indicarán qué hacer. Si en Rosaura a las diez, de Marco Denevi, aparecen cinco voces diferentes, Denevi está a cargo y no confundirá al traductor. Si al traducir a Borges por momentos parece que el flujo de su prosa, como en ciertos ensayos, es abrupta e idiosincrásica, nada justificaría “suavizarla”. El traductor debe buscar que en inglés el texto suene como en castellano, y viceversa. Por otra parte, un científico podría ser el traductor ideal para una investigación de su especialidad; un poeta podría quizá tener más éxito que un novelista en captar y expresar en otro idioma la poesía de un verso. No obstante, no siempre ocurre así, y al margen del “apareamiento” fundamentalmente equivocado, una traducción de Borges de textos de Joyce o de Faulkner igualmente resulta un documento fascinante.

¿Tiene otros proyectos literarios que le parezca oportuno revelarnos?

–Cuando termine el libro sobre Borges, que planeo llamar Magical Journey (Mágico viaje), quiero escribir una novela sobre Ann Arbor, la ciudad de Michigan donde me crié y estudié, y donde me vinculé con Anderson Imbert, que a su vez me conectó con la Argentina y con Borges. Luego me gustaría traducir una o dos novelas del desaparecido Manuel Peyrou, un amigo de muchos años. En 1972 traduje su novela policial El estruendo de las rosas, y pienso que una posibilidad sería Las leyes del juego o Se vuelven contra nosotros. También podría ser Acto y ceniza. En otras palabras, traducir a autores argentinos se ha convertido en una empresa para toda la vida, un destino que acepto con mucha alegría.


Fuente  : Pagina 12  -  Domingo, 21 de junio de 2009


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