martes, 14 de junio de 2016

La leve huella de Borges en Ginebra, la ciudad adonde fue a morir



Hoy se cumplen 30 años de su partida.Una cortada de una cuadra y media lleva el nombre del escritor. Un recorrido por sus calles.

En Ginebra, el cementerio de los reyes Plainpalais, para homenajear a Jorge Luis Borges. (Cezaro de Luca)

Marina Artusa

Amaba esta ciudad arisca en primavera -lleva días de lluvia y frío- porque aquí, según él, se volvía invisible. “En Ginebra me siento extrañamente feliz. Eso nada tiene que ver con el culto de mis mayores y con el esencial amor a la patria. Me parece extraño que alguien no comprenda y respete esta decisión de un hombre que ha tomado, como cierto personaje de Wells, la determinación de ser un hombre invisible”, escribió Jorge Luis Borges en una carta de catorce líneas fechadas el 6 de mayo de 1986, 39 días antes de morir en la Vieille Ville, el casco histórico de la ciudad.

Estaban terminando un viaje por Italia cuando Borges le propuso a María Kodama, su mujer, pasar por Ginebra. Sólo al llegar le confesó su voluntad: “No volvemos más.” “Soy un hombre libre. He resuelto quedarme en Ginebra, porque Ginebra corresponde a los años más felices de mi vida. Mi Buenos Aires sigue siendo la de las guitarras, la de las milongas, la de los aljibes, la de los patios. Nada de eso existe ahora. Es una gran ciudad como tantas otras”, decía Borges en su carta.

Entre 1914 y 1918, el acecho de la guerra llevó a los Borges a mudarse a Suiza, que se había declarado imparcial en el conflicto bélico. Allí, Jorge Luis, adolescente, asistió al Collège Calvin, la escuela secundaria pública más antigua de Ginebra. Fue fundada por el mismísimo Calvino en 1559 cuando la ciudad contaba con una población de 13.000 habitantes -hoy ronda los 190.000- y en plena ebullición de la reforma protestante había decretado que la educación debía ser obligatoria y gratuita. Ahora mismo, el patio de ripio que Borges cruzaba para volver a su casa de la calle Ferdinand Hodler -según testimonia Bertrand Levy, académico de la Universidad de Ginebra- está poblado por adolescentes concentrados en sus celulares. Es día de examen. Repasan en ronda. Fuman. Hacen bochinche.

La casa de la calle Ferdinand Hodler 7 -que cuando Borges tenía 14 años se llamaba Malagnou- es un edificio gris, frente a una explanada de pastos altos y delante de una calle muy transitada. Nada recuerda el paso de Borges por allí. Hoy aloja oficinas de abogados, un consultorio de otorrinolaringología y un instituto de educación.

Hay, en cambio, una cortada de una cuadra y media del barrio de Saint-Jean que lleva su nombre. Del otro lado del río Ródano, Sain Jean es un barrio mitad residencial y mitad popular. Tomó el nombre del priorato de Saint-Jean de Ginebra que fue destruido en el siglo XVI durante la Reforma.

“A Borges seguramente no le hubiera gustado nada la idea de que una calle llevara su nombre, pero hay que admitir que es un gesto de reconocimiento de parte de las autoridades de la ciudad”, comenta Kodama desde una de las mesitas cuadradas y pequeñas de la brasserie-restaurant de l’Hotel de Ville de la Grand Rue 39, donde los mozos del turno tarde son bastante antipáticos pero por suerte compensan sus colegas de la noche. Venía mucho con Borges, cuando alquilaban sobre la Grand Rue, donde a la altura del 28 una placa recuerda su devoción por Ginebra.

“Borges lo explica muy bien en Los conjurados. Allí plantea esta tierra como un lugar profético. En Suiza conviven distintas lenguas y religiones y Borges lo proponía como modelo para el futuro”, dice Kodama.

“Se agradece a la gentile clientela no fumar, hablar por teléfono ni comer en este sacrosanto lugar”, invita un catel pegado entre los laberintos de madera de la librería A. Jullien, bajo los pórticos que sostienen la Place du Bourg de Four. Seguramente Borges estaría de acuerdo en considerar a esta librería sacrosanta: 25 mil ejemplares antiguos -los más añejos del siglo XVII- y un silencio aromatizado a papel y tinta estacionados. “Borges venía seguido. Mi padre, Alexander Jullien, lo conocía. Yo no tuve el gusto”, dice Anna Jullien, a cargo de la librería fundada en 1839 por sus ancestros. Allí, en el número 32 de la Place du Bourg de Four, la bibliografía de Borges está en sintonía con el espíritu de su autor: discreta y austera, reúne apenas cuatro títulos, de los cuales uno son conversaciones, en ediciones de bolsillo.

“Hubo muchos autores que han sido tan importantes como Borges y de quienes, una vez muertos, nadie se ocupó y han desaparecido -dice María Kodama, heredera universal del escritor-. Se necesita una persona que esté detrás, no por la obra en sí, sino para que todo el mundo tenga la sensación de que esa persona en está viva. Y ése fue mi trabajo durante 30 años. Mi trabajo fue que Borges estuviera vivo. No su obra que ya está consagrada. Para eso hay que dar la vida. Y para dar la vida, si no amás como loca no la podés dar.”

-María, ¿cuál es el mejor modo de honrar a Borges a 30 años de su muerte?

Fuente : Clarin  -  13 de junio de 2016

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