domingo, 1 de abril de 2018

Breve reflexión sobre Borges y la política


Su genealogía permite establecer un paralelismo con lo que se denomina “el culto del coraje”, en referencia a los compadritos y al arrabal

Antonio Ramón Gutiérrez

Demás está decir que Jorge Luis Borges fue y sigue siendo el genial escritor que renovó de modo notable la literatura contemporánea. No se escribe igual después de Borges. Tuvo en su ascendencia familiar antepasados militares como el coronel Isidoro Suárez, bisabuelo materno, héroe de la batalla de Junín y del Ejército de los Andes, que luchó bajo las órdenes de San Martín y Simón Bolívar, a su abuelo paterno, el coronel Francisco Borges Lafinur, comandante del fuerte de Junín, casado con Ann Frances (Fanny) Haslam, inglesa, partidario de Mitre, héroe de la guerra del Paraguay, que muriera fusilado en 1874 luego de la batalla de La Verde en la provincia de Buenos Aires y a su abuelo materno Isidoro Acevedo Laprida de quien dice: “se batió cuando Buenos Aires lo quiso/ en Cepeda, en Pavón y en la playa de los Corrales” (“Cuaderno San Martín”, 1929).

Estos militares fueron objeto de admiración y de poemas por parte del escritor. Recordemos el poema “Alusión a la muerte del Coronel Francisco Borges” en su libro “El hacedor”, de 1960, o “Página para recordar al Coronel Suárez, vencedor en Junín”, en “El otro, el mismo”, de 1964 y “Coronel Suárez” en “La moneda de hierro”, de 1976, entre otros. Esa genealogía familiar lo llevó a idealizar (marcado a la vez por su condición creadora) lo que para él representaba el ser militar: el heroísmo, la valentía, el patriotismo, valores que en su literatura se traducen en el símbolo de la espada, importante al igual que otros símbolos como los espejos, los laberintos, etc., y que permite establecer un paralelismo con lo que se denomina “el culto del coraje”, en referencia a los compadritos y al arrabal. De su devenir político sabemos que adhirió al comienzo, en su etapa ultraísta, al socialismo, como lo demuestran algunos poemas a la revolución rusa. Luego simpatizó con el radicalismo y el yrigoyenismo.

Fue, como muchos intelectuales de su época, antiperonista. Se dice que tenía la ligera sospecha de que en su destitución del cargo de la Biblioteca Almagro y su posterior traslado como inspector de aves al Mercado Central (nombramiento burlesco que, por supuesto, Borges no aceptó) había intervenido personalmente el General Juan Domingo Perón. Adhirió al golpe de Estado del 55 y a la “Revolución libertadora”, etapa en que es nombrado profesor de literatura inglesa en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, director de la Biblioteca Nacional, presidente de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) y recibe el premio nacional de literatura. Pero esa adhesión nunca fue acompañada de una militancia política ni de una pertenencia partidaria ni logra desmerecer, desde luego, el valor de su fecunda obra literaria reconocida mundialmente.

En realidad la única política verdadera de Borges fue la de la literatura. Desarrolló una política hacia las letras, lugar donde puso todo su deseo, su empeño y su afán. Podríamos agregar inclusive que extendió, como sucede con muchos artistas, su visión ficcional a la realidad misma vista desde una óptica literaria: Pensemos, por ejemplo en Proust, quien se propuso una tarea imposible, encerrado en su habitación, escribir no una obra literaria sino la vida misma, en esa gran novela “En busca del tiempo perdido”, donde los personajes no son estáticos, sino que cambian, evolucionan, viven y sufren en las páginas, envejecen, se reencuentran con los años (en “ Le temps retrouvè”-“El tiempo recuperado”-, el último de los tomos de la novela) y advierten que el tiempo ha pasado, que ya no son los mismos que en la juventud.

Todo, o casi todo, estaba en Borges remitido, de algún modo, a la literatura. En su “Poema de los dones”, del libro “El otro, el mismo”, ya ciego, expresa: “Nadie rebaje a lágrima o reproche/ esta declaración de la maestría/ de Dios, que con magnífica ironía/ me dio a la vez los libros y la noche/ (…) “yo que me figuraba el Paraíso/ bajo la especie de una biblioteca” (…). Y hasta la ironía, el humor y las anécdotas encuentran siempre una ocasión literaria. Cuando luego del mundial de fútbol del 78, en plena dictadura militar, en el que la Selección Nacional sale campeona del mundo, un periodista le pregunta que opinaba del técnico César Luis Menotti.

Borges le responde: “Menotti, Menotti, me suena. Pero le confieso que he pasado leyendo y releyendo a los clásicos, no conozco a los autores contemporáneos”. Los vaivenes políticos de Borges, limitados a declaraciones, firmas de documentos u ocasionales opiniones periodísticas, quizá pueden ser entendidos a partir de su procedencia social y de su particular historia personal (historia que, en su imaginación de escritor, es tramitada en alguna medida a través de su universo literario e inclusive de su encierro creativo).

El gran escritor e intelectual cubano, Roberto Fernández Retamar, admirador de Borges (no obstante las claras diferencias ideológicas entre ambos), lo define en su libro “Calibán”, de 1971, como: “Un hombre patéticamente fiel a su clase” y un escritor colonial (recordemos que Borges había firmado un documento a favor de la invasión norteamericana a Playa Girón, acontecimiento que constituyó la victoria cubana, y por el pedido de muerte para el filósofo y escritor francés Régis Debray).

También le había dedicado su traducción de “Hojas de Hierba” de Walt Whitman, al presidente Nixon de los Estados Unidos. Luego Roberto Fernández Retamar, en su libro “Fervor de la Argentina”, de 1993, suaviza su crítica y emprende una mirada mucho más comprensiva hacia el autor de “Ficciones”. Sabemos que en 1976, ya producido el golpe de estado e instalada la dictadura militar, Borges, en el prólogo de su libro “La Moneda de hierro”, escribe “en mi recobrado país”.

Pero también sabemos que años después, ya en democracia, concurrió a una de las sesiones del juicio a las Juntas Militares y que en ese acto se le presenta una realidad que desconocía, o mejor dicho, se le presentifica lo real imposible de ser simbolizado. El encuentro con lo real, la tyché. Aquel hombre que fantasmáticamente había concebido, ayudado por su imaginación literaria, a los militares bajo el ideal de sus heroicos antepasados que participaron en las guerras de la independencia bajo las órdenes de San Martín y Bolívar, no podía entender ahora cómo podían existir militares capaces de matar y desaparecer a sus propios compatriotas y cometer los horrores que se narraban en la sala.

Los militares sentados en el banquillo no eran ni la sombra de aquellos héroes familiares. Recordemos los versos de “La noche cíclica” (“El otro, el mismo”): “De mi sangre: Laprida, Cabrera, Soler, Suárez…/ Nombres en que retumban (ya secretas) las dianas,/ Las repúblicas, los caballos y las mañanas,/ Las felices victorias, las muertes militares.” (…). Incapaz de soportar los testimonios hasta el final, se retiró horrorizado del recinto, creyendo haber estado en el infierno. Y no se sale del mismo modo luego de haber estado en el infierno. Algo había caído para siempre de su universo de libros y ficciones.

Borges atinó entonces a escribir una declaración de repudio a los represores, un texto tan alejado de aquellas otras declaraciones vertidas en tantas otras oportunidades. Ese hecho constituyó seguramente, aunque a edad ya avanzada, un cambio, una bisagra, en la subjetividad del escritor, acto que debe ser valorado.

Fuente: El Intra.com.ar  -  Salta

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